Considera la luz del sol: puedes decir que está cerca, pero aunque la siguieras a través de los mundos, no podrías alcanzarla. Puedes decir que está lejos, pero está delante de tus ojos. Persíguela y se te escapará. Huye de ella, pero siempre está ahí. A partir de este ejemplo, puedes entender la verdadera naturaleza de las cosas.
HUANGBO XIYUN
Sandy
Sandy se había anunciado. Todos sabían que vendría, pero todos esperaban que cambiara de opinión en el último momento, porque no era bienvenida. Para ella estaba todo en perfecto orden: el aire cálido y húmedo se elevaba sobre el mar y creaba una presión negativa. Se formó una chimenea a través de la cual fluyó más y más aire que comenzó a girar. El viento y la lluvia se hicieron más fuertes. Olas de diez metros de altura se estrellaban en la popular playa, no lejos de la ciudad.
Sandy cumplió su palabra y llegó con una fuerza inimaginable. Y mientras Sandy arremetía, causando estragos en todo lo que cedía, los pensamientos de Mamá estaban siempre con su Primogénito. Encendió el televisor y miró la patética cara del locutor que informaba sobre Sandy. El hombre de la televisión no llegó a terminar la noticia antes de romper a llorar. Fue entonces cuando se apoderó de Ella el miedo. Estaba aterrada al pensar en su hijo mayor, que ya no era pequeño, pero seguía aferrado a Ella.
Sandy fue el décimo huracán de 2012 que alcanzó con su furia sobre todo las provincias orientales de Cuba hacia el final de la temporada y pasó a la historia como la catástrofe natural más grave que había afectado a la isla en los últimos años.
Mi Madre, seguramente, había pensado en por qué un desastre tan devastador tenía nombre de mujer. Un evento tan destructivo no podía ser femenino. Nunca se consideró explícitamente feminista, pero mi Madre llegó a serlo. Su perspicacia y sus experiencias problemáticas con el sexo opuesto la hicieron convertirse inconscientemente en una. Una vez dijo —aunque lo tomamos como una broma— que fue Ella una de las primeras en darse cuenta de lo injusta que es la cultura patriarcal. De niña, a menudo, le estorbaba la facilidad con la que su padre le pedía a su madre que le sirviera, como si fuese ello una ley natural.
Sandy atravesó el país a velocidades de hasta ciento setenta y cinco kilómetros por hora.
Más de trescientas mil personas huyeron, al menos cuatro mil perdieron sus hogares, pues muchas de las destartaladas casas en las que sus habitantes vivían habían quedado en pésimas condiciones, dejándolos indefensos y desamparados. Pero la casa en la que residía su hijo en el lejano Santiago de Cuba le fue fiel y perduró. La casa que un día albergó a la familia, que fue testigo de sus penas y alegrías, en la que nací y que habitamos juntos durante muchos años de nuestras vidas. La casa, que fue su primera gran compra, la adquirió «con el sudor de su frente», como solía decir, con mucho esfuerzo. Estaba situada en el centro de la ciudad, a pocos minutos de la atractiva plaza principal y de la colorida calle más comercial de Santiago de Cuba.
Cuando era joven, Ella había abierto una pequeña academia. Allí enseñaba matemáticas a los hijos de gente adinerada y así se ganaba la vida para el sostén de la familia. Las matemáticas, ese era su fuerte. Así fue como llegó a la casa donde vivía su hijo ma- yor cuando Sandy invadió la ciudad.
La gran casa esquinera con revoque amarillo, con ventanas blancas de doble hojas del suelo al techo y persianas de madera típicas del trópico, no era una casa colonial clásica, pero era espaciosa y de generosa construcción. A la entrada de la casa se llegaba desde una calle principal, entre dos colinas. Todos los dormitorios, cuatro en total, daban a la calle lateral. Al entrar a la casa, uno se encontraba en una gran sala, cuyo suelo estaba alicatado con discretos dibujos oscuros. Del techo colgaba una fina lámpara de cristal con elementos translúcidos verde claro y blanco. Dos pares de columnas redondas estaban situadas a cada lado, dividiendo visualmente la sala por el centro. Parecían inspeccionar al visitante con sus estucos parecidos a ojos de sapo. A menudo pasábamos el tiempo en la parte trasera de la sala. Allí me sentaba en ocasiones en el regazo de Mamá con la puerta abierta, observando cómo la llovizna salpicaba el suelo de piedra parecido a un tablero de ajedrez del espacioso patio. De vez en cuando tomábamos el camino hacia la amplia cocina a través de las habitaciones de mis hermanos, que también daban al patio. Allí nos sentábamos a la mesa de comedor, incluso durante las ocasionales tormentas que azotaban la ciudad, con la puerta y la ventana al patio entonces cerradas, sin poder ver el enorme lavadero, que en una esquina se encontraba. La imagen del alto muro que separaba nuestra casa de la adyacente nos deleitaba cuando el agua de lluvia que caía lo convertía en una fuente vertical. Por eso nos encantaba cuando podíamos vislumbrar el exterior a través de una rendija.
Durante la temporada de lluvias, finalmente, nos acostumbramos a aguaceros aparentemente interminables y al viento feroz que llamaba incesantemente a la puerta, exigiendo acceso.
Cuando Flora visitó la región en 1963, la ciudad sufrió graves daños. Las ráfagas de viento y sus interminables lluvias provocaron la preocupación de mi Madre, que entonces tenía treinta y cinco años. Sin embargo, Ella confiaba en que nos podría proteger a nosotros, sus niños, de cualquier fuerza natural.
Cuando décadas después Sandy llegó, Flora había sido olvidada. Como si quisiera revivir el recuerdo de una vieja pariente de sangre, Sandy se mantuvo fiel al ejemplo de Flora y se esforzó por hacer que su visita pasajera fuera igual de poderosa, igual de amenazante e igual de aterradora. Para entonces la casa ya estaba vieja y vulnerable. Y mi Madre estaba a kilómetros del único de nosotros que aún allí vivía.
La Habana, noviembre de 2012
Llegué en una tarde cálida. El temido acoso en inmigración no se produjo, ya que llevaba poco equipaje.
—No traigo nada que le pueda a usted servir, solo vengo a un funeral —le dije a los agentes de aduanas, que entonces me hicieron un gesto para que pasara. Me permitieron seguir sin el inoportuno control.
Entré en el abarrotado salón de llegadas e inmediatamente vi a mi hermano, el Primogénito, y al Amigo, solo a ellos. En silencio nos abrazamos. Como si ya hubiera derramado todas mis lágrimas, no respondí a los ojos húmedos del Primogénito. El Amigo nos llevó a casa. Después de muchos años, había vuelto a La Habana. Había jurado no volver hasta que el sistema de Fidel Castro hubiese terminado. Había roto mi juramento por el bien de mi Madre.
El entorno del camino al centro de la ciudad, que tantas veces había recorrido, estaba más desolado que en sus peores tiempos. Como después de una guerra, me había descrito un compañero de trabajo que había visitado La Habana poco antes, el estado de la ciudad. Solo podía adivinar lo destrozada que estaba la carretera. Afortunadamente, la tenue luz de los faros del desvencijado coche de la empresa del Amigo fue suficiente para notar los enormes baches y evitarlos. —Alégrate de que no llueva —respondió al verme sacudir la cabeza.
Las farolas de la calzada no merecían su nombre. Solo parpadeaban desganadamente en pequeñas áreas, sin lograr iluminar del todo la calle, en las que había multitudes de personas esperando un autobús. Sus rostros mostraban más esperanza que certeza de que uno llegaría. Muchos estiraban el brazo hacia la calzada, contando con la misericordia de un automovilista para que los llevara. El Amigo me contó que los vehículos estatales estaban obligados a parar y recoger a personas que esperaban. Pero seguramente en toda la ciudad no circulaban tantos automóviles como hubieran sido necesarios para transportar a la gente. En una sombría esquina de la calle se encontraba una mujer joven con un niño pequeño en brazos. Parecía cansada y resignada. Ni siquiera había intentado levantar el brazo para detenernos. El Amigo se detuvo de todos modos. La mujer consiguió despertar al niño y se subieron al asiento trasero. El alivio se apoderó de ella. Quiso tomar al niño en su regazo, pero él se negó. Se extendió entre su madre y yo y me miró con desconfianza, casi con desafío, como si quisiera reclamar también mi lugar para él. Camino a su casa pasamos por el gran estadio de La Habana, llamativamente deteriorado por el paso del tiempo, la Ciudad Deportiva, donde se juegan los partidos decisivos de béisbol desde tiempos inmemoriales.
Nuestro viaje continuó por una calle aledaña a la Plaza de la Revolución. Desde lejos alcancé a ver el enorme monumento a José Martí, iluminado e inconfundible. Su mirada seria y melancólica me había llevado a preguntarme hace unos años sobre su actitud ante la situación de la patria. ¿No sería él un luchador por los derechos de los disidentes en el país? Los comunistas lo reivindican como héroe nacional, como defensor de sus ideas. Sin haberle preguntado. ¿Es por eso que durante años parece tan pensativo? A sus pies, percibí la tribuna en la que Fidel Castro pronunciaba sus legendarios discursos de horas de duración y la plaza de gran dimensión en la que la gente, incluyéndome a mí, era acarreada para llenarla. También habían estado allí sus numerosos partidarios, algunos de los cuales hacían voluntariamente una larga caminata para estar presentes, aplaudiéndole y gritando el viejo lema «Venceremos» cuando Castro concluía sus monólogos con «Patria o muerte». Patria o muerte, convirtió estos términos en antónimos.
No pude ver claramente las siluetas de los revolucionarios Ernesto Guevara y Camilo Cienfuegos en la fachada de dos edificios. Pero estaban allí. Conocía bien esta zona. En la época escolar, nos reuníamos aquí para tomar el autobús que nos llevaría al internado.
Apenas hablábamos. Solo tenía ojos para las casas, las calles y los transeúntes. Seguramente por su proximidad a la plaza «sagrada» de los revolucionarios, el barrio estaba iluminado y los edificios estaban en buen estado. En esta zona siempre se ha respirado un aire elitista.
El Amigo eligió la ruta más bonita, la que lleva por el Vedado para llegar al malecón. El familiar olor salado y húmedo, no muy limpio, me llegó cuando abrió la ventana.
Apenas me di cuenta de que habíamos llegado. Estaba soñando con los ojos abiertos.
La Habana, antes de noviembre de 2012
Prefería quedarse «en sus cuatro paredes», las paredes de un apartamento en la cuarta planta de un edificio situado en el barrio de Centro Habana. Inicialmente, no había tenido que comprarlo.
Había pertenecido a una familia que había emigrado de Cuba. Las personas que abandonaban el país perdían su derecho a cualquier propiedad. Sus pertenencias eran confiscadas y convertidas en propiedad del Estado. El piso le fue asignado cuando trabajaba para la máxima dirección del Partido Comunista en el país. Los accesos al edificio grande de ladrillo, que hacía esquina, recordaban a la entrada de una nave espacial en una película de ciencia ficción. A la entrada principal se llegaba por una escalera metálica en ángulo con peldaños anchos. Los tramos de escalera, al igual que toda ella de tubos de acero, estaban cubiertos por una pátina oscura debido a la intemperie y a su uso a través de los años. La escalera, de una construcción en voladizo, se tambaleaba, como si intentara sacudirse para librarse de sus usuarios. El conjunto, de apariencia casi filigrana, daba una sensación inestable. La escalera descansaba sobre un suelo de granito también oscurecido por la mugre. Con el tiempo, el espacio abierto de abajo se convirtió involuntariamente en un baño público para transeúntes. El mal olor a excrementos humanos rodeaba a veces la escalera. La gente entonces la subía rápidamente, conteniendo la respiración. La puerta de cristal de la entrada principal del edificio solía estar cerrada con llave después de que los niños del barrio descubrieran el largo pasillo de baldosas del edificio donde jugaban a la pelota o incluso montaban bicicleta. Desde entonces pasaban el rato en el rellano o en los peldaños de la escalera de la «nave espacial» y se divertían sacudiéndola, si alguno de los residentes la utilizaba. Excepto cuando venía Ella. Cuando los niños la veían venir de lejos, le hacían sitio y la saludaban amablemente. Se quedaban en silencio mientras Ella subía. Y la observaban. A menudo, uno de ellos le pasaba corriendo por delante para sostener galantemente la puerta abierta cuando Ella la desbloqueaba. Le daba las gracias explícitamente y entonces notaba cómo el cortés niño hacía señas a sus amigos y le mantenía la puerta abierta a ellos también. Y ya estaban todos en el pasillo. Entonces podían utilizarlo como patio de recreo, como lo hacían antes. Hasta que un vecino se molestaba y los echaba. Una vez que los niños estaban dentro del edificio, Ella fingía no darse cuenta y les daba el placer de pensar que no sabía que se la habían jugado.
Cuando Ella vino por primera vez a ver el apartamento, se detuvo abajo. Necesitaba algo de tiempo para reunir todo su valor y subir. Esta sensación no disminuyó, ni con el tiempo. Odiaba subir o bajar esas escaleras. Por eso se congració con amabilidades y pequeños regalos con los empleados de la oficina de una empresa que estaba situada al final del edificio, que daba a la calle contigua y que tenía libre acceso a la segunda entrada, la que siempre estaba cerrada. Desde allí también se llegaba al patio de recreo ocasional de los niños, el largo pasillo, a través de otra escalera «espacial», más pequeña, no accesible libremente desde la calle y, por tanto, limpia. El personal le agradeció sus gentilezas y le consiguió su propia llave. Así que se alegró de no tener que mezclar su olor con el de la otra entrada.
En el largo pasillo desembocaban tres escaleras. Cada una llevaba a los respectivos apartamentos, cuya numeración indicaba la escalera correspondiente. Pero el bien pensado sistema no era transparente a primera vista.
Entonces Ella se transportaba a los tiempos en que había enseñado la lógica y los entresijos de las matemáticas mientras explicaba a los agotados visitantes la coherencia de la numeración de los pisos.
—La próxima vez ya saben cómo encontrar un apartamento sin subir las tres escaleras —les decía entonces a los visitantes, que ya sin aliento, por fin habían encontrado el suyo y para los que Ella, en estas situaciones, tenía un vaso de agua a mano.
Vivía en un apartamento en una tercera planta, tercera escalera. El acceso al edificio desde la segunda escalera de la «nave espacial» le acortaba el camino y se ahorraba así conversaciones innecesarias con los vecinos. De vez en cuando veía a los niños que, una vez más, habían conseguido colarse en el edificio para jugar en el pasillo. La saludaban de lejos y ella les devolvía el saludo.
Tenía especialmente un corazón para los niños pobres, en su mayoría negros, que habían sido sacudidos por la vida.
Todos los pisos tenían balcón, pero la vista a la calle y el ruido que había que soportar día y noche no invitaban a estar allí. A veces, si su estado de ánimo se lo permitía, observaba desde el suyo el animado bullicio o miraba hacia el horizonte, porque no muy lejos corría el legendario malecón y alcanzaba a ver el mar Caribe. Solo en esas ocasiones usaba su balcón. El bullicio de la calle perturbaba su armonía interior, como decía, por lo que un hijo lo acristaló para hacerlo habitable para Ella. Un día la policía tocó a su puerta. Habría una denuncia porque no había permiso para tal obra.
—Esto tiene que ser derribado inmediatamente o tendrá que venir con nosotros.
—¡Entonces iré con ustedes! —dijo Ella, sin impresionarse.
Y se la llevaron. Ante los ojos de los vecinos que siempre buscaban de qué hablar, tuvo que tomar asiento en un coche patrulla y fue conducida a una estación de policía cercana, donde pasó unas horas en la sala de espera antes de que se le permitiera regresar a su casa. Es de suponer que los jóvenes policías no sabían qué hacer con Ella.
—¡Se le va a multar! —le dijeron.
—¡Por supuesto pagaré esa multa!
—¿Le llevamos de regreso a casa?
—¡No, gracias! En un día tan hermoso iré caminando.
Por muy sucio y ruidoso que fuera el entorno, por muy inseguro que fuera subir las escaleras de la «nave espacial», por muy oscuro que fuera el pasillo del edificio, el apartamento era muy bonito y confortable. Se encantó cuando entró por primera vez. Una sala clara, la cocina a la izquierda, que ofrecía paso al pequeño patio, que servía de lavadero y almacén y estaba equipado con un segundo servicio, antes destinado al personal. Afortunadamente el piso estaba amueblado, porque comprar muebles, ya en aquel entonces, era impensable. Sin embargo, algunas piezas menos no hubiesen venido mal. El mobiliario, de calidad y en un buen estado, le gustó. En la entrada había una mesa pequeña junto a un robusto sofá verde, colocado entre dos mecedoras de madera oscura. La de la derecha junto a la puerta del balcón, apenas vista, se convirtió en su asiento favorito. A lo largo del frente de la ventana los anteriores dueños habían colocado un sofá pequeño a juego con el color de los restantes, apenas utilizable debido a la estrechez y, por tanto, bastante fuera de lugar. Entre los asientos estaba el televisor, al que tenía una clara vista desde su mecedora. Teóricamente, porque el aparato se mantenía casi apagado. Su interés por el programa de televisión se desvaneció con el tiempo; solamente había dos canales que ofrecían poco entretenimiento durante pocas horas al día: telenovelas, películas emitidas enésimas veces, programas infantiles politizados y, sobre todo, noticias y discursos de la dirección del partido pronunciados con el espíritu del régimen. En el centro de la sala había una mesa enorme con capacidad para ocho personas: un tablero de vidrio de veinte centímetros de grosor sobre un ingenioso soporte de caoba lisa con sus respectivas sillas, todo a juego con el aparador, el que había sido encajado entre la mesa y la pared.
Desde la sala un pequeño pasillo daba entrada al baño, algo entrado en años, y a dos amplios y elegantes dormitorios. El de Ella daba a la calle, con ventanas a lo ancho de toda la habitación, dejando entrar no solo la claridad sino también, acústicamente, la vida callejera. En su dormitorio tenía espacio para todo lo que apreciaba, sus libros, sus discos compactos; porque al disfrutar de su soledad, sentía que con la música y con un buen libro estaba en la mejor compañía. En algún momento, el espacio del apartamento parecía reducirse y su vida transcurría más entre las cuatro paredes de su dormitorio. Allí se sumergía en sí misma y se olvidaba del mundo exterior. Un mundo que ya no era el de Ella, que las circunstancias políticas y sociales y las familiares, habían convertido en un pequeño mundo. Su pequeño mundo.
La Habana, noviembre de 2012
El Amigo me abrió amablemente la puerta y llamó:
—¡Ya llegamos!
Y ahí estaba ella. La escalera de la «nave espacial» seguía allí, vieja y desvencijada como siempre, pero se mantenía en pie, como una anciana que se niega a jubilarse.
Después de haberla subido me detuve y pensé, extrañamente, en cómo habían conseguido bajar a mi Madre en una camilla. Recordaba lo difícil que había sido subir el refrigerador. Fue entonces cuando dijo que debíamos ver la posibilidad de que pudiese mudarse a un apartamento en la planta baja antes de que le fuera imposible subir las escaleras.
Los vecinos no estaban a la vista, pero tan curiosos como eran, seguro que nos estaban observando sin que nos diéramos cuenta. Pasé por las escaleras con los números 100 y 200, como mi Madre le inculcaba a sus visitantes que no encontraban su piso a la primera. Pensé en las muchas veces que había caminado por este pasillo con Ella, junto a los niños que jugaban. O cuando intentábamos pasar desapercibidas por la puerta de una vecina para que no nos detuviera. A menudo teníamos que parar porque ella nos esperaba para intercambiar cortésmente unas palabras.
Cuando llegábamos a la escalera con el número 300, la dejaba yo atrás para subirla rápidamente, como una gamuza. Ella se esforzaba por seguir mi ritmo, para tiempo después llegar sin aliento a la última planta y filosofar: «¡La juventud es la juventud!».
El Primogénito abrió la puerta y me cedió el paso. La luz encendida apenas iluminaba la sala, como si el apartamento también estuviera de luto. En la lúgubre habitación, que antes había estado radiantemente iluminada por la belleza y el carisma de mi Madre, solo veía yo la enorme mesa de vidrio, que parecía más grande de lo que en verdad era. Y la urna de porcelana verde que contenía sus restos.
—¡No somos nada! —habría dicho Ella ante la fugacidad de la vida—. No somos nada en absoluto...
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